Hay una frase que afirma “Puntuar es pensar” y ella está ligada a los signos de puntuación. Ellos son por definición, aquellas marcas o señales gráficas que permiten al que escribe darle estructura a un discurso escrito aunque a su vez otorga al lector (que los identifica) comprender el texto. Existen múltiples juegos que nos llevan a comprender por medio de ejemplos cómo puede cambiar el significado del mensaje modificando el lugar de una sola coma.
En verdad hay signos de puntuación que son más utilizados y otros menos, pero ellos son: el punto, la coma, el punto y coma, los dos puntos, las comillas, los paréntesis, los signos de interrogación, los signos de exclamación, los puntos suspensivos, el guion y la raya.
Para hacer un poco de historia cabe aclarar que los textos en la antigüedad eran continuos y no tenían ningún tipo de signo de puntuación.
Aristófanes en el siglo III a C. se encontraba a cargo de la biblioteca de Alejandría, él fue quien sugirió a los propios lectores, escasos por cierto, que realizaran anotaciones al margen de estos con el fin que la lectura fuera más ágil y comprensiva. Muchas veces se tornaba frustrante leerlos y el tiempo que se les dedicaba era infinito. Tampoco existía la distinción entre letras mayúsculas y minúsculas, con lo cual más que un texto era una especie de masa apelmazada de letras. Quizás por ello nadie comprendía un libro en la primera lectura, sino que requería de varias re-lecturas. Tampoco era muy común leer en voz alta con lo cual el problema de no tener en cuenta las pausas justas para respirar parecía no ser tal para el puñado de lectores de la biblioteca.
Ya en el siglo II los oradores griegos (los cuales sí leían en voz alta) probaron separando las palabras con puntos. Posteriormente en el siglo VII Isidoro de Sevilla (560-636 d C.) refrescó el sistema de Aristófanes. Más tarde aparecerían los espacios entre las palabras. Las sagradas escrituras y los cantos gregorianos se valieron de los signos de puntuación tal como los conocemos hoy. Los coros y misas exigían la lectura en voz alta y por lo tanto la entonación correspondiente. El compás lo era todo.
San Jerónimo (347-420) y San Agustín (354-430) conocían la importancia de la puntuación que llevaba por buen camino la interpretación de las reglas de la fe.
Ya en la Edad Media el uso de la epístola como medio de comunicación estimuló la escritura y por lo tanto el uso de los signos de puntuación entre los nobles.
Llegaba la revolución de la imprenta que sembraba el texto y democratizaba la lectura, el códice realizado por los escribas perdía protagonismo.
En el siglo XVI un gran impresor italiano, Aldo Manuzio, apodado “el Viejo”, publicó más de ciento treinta ediciones de los clásicos griegos y latinos, los cuales se incluían en la impresión dada por los caracteres móviles del arte tipográfico. Así la puntuación llegaba a los impresores y posteriormente al lector.
Los signos de puntuación evolucionaron junto a la historia de la palabra escrita, nacieron como una herramienta indispensable para la comprensión y luego con el fin de evitar la ambigüedad de los textos.
“En general, lo que se escribe debe ser fácil de leer y entender, lo cual es lo mismo, y sucede cuando hay muchas conjunciones (o palabras conectivas); no (ocurre así) cuando hay pocas o cuando no es fácil puntuar” (Aristóteles, Grecia 384 a C.-322 a C. “Retórica”).