Licenciado en Estudios Orientales. Posgrado en Negocios y Comercio de Asia Pacífico e India. Política Internacional; extremismo religioso.

Francia suma a una cuarentena masiva propia de la segunda oleada de COVID-19, dos ataques terroristas en dos semanas, con un saldo de 4 muertos y la apertura de un debate nacional sobre el derecho a la blasfemia.

Para hacer un poco de memoria, los eventos iniciados el 16 de octubre con la muerte de Samuel Paty, un docente francés que había mostrado representaciones caricaturescas del profeta Mohammad, están fuertemente vinculados a la masacre de Charlie Hebdo en 2015. La famosa revista satírica publicó en su momento una imagen del profeta, lo que enardeció a los musulmanes de todo el mundo y desencadenó en la serie de atentados terroristas que paralizó París. Con un saldo de 17 muertos distribuidos entre la sede de Charlie Hebdo, un negocio kosher y en el barrio de Montrouge. No era la primera vez que las oficinas eran atacadas: allá por 2011 una bomba detonó la sede de la revista luego de publicarse un dibujo que representaba al Profeta. 

Samuel Paty, a modo explicativo para sus alumnos sobre el derecho a la blasfemia, decidió mostrar a los mismos (avisando previamente que podrían retirarse si se sentían ofendidos), la infame caricatura que publicó Charlie Hebdo en 2015. La información llegó a un refugiado checheno de 18 años, que decapitó al profesor y admitió el crimen en redes sociales, antes de ser abatido por la policía local. ¿Qué es el derecho a blasfemar? En el país de Voltaire, donde la libertad de expresión es casi parte estructural de lo que es ser francés, la autocensura, ya sea sobre política o religión, es algo que se ha buscado evitar a lo largo de los años. Charlie Hebdo fue una revista que históricamente se ha dedicado a atacar tanto a la política como a la religión de forma satírica. Pero para el Islam, donde la representación del Profeta Muhammad es considerado un altísimo agravio, cada caricatura ha derivado en un hecho de violencia.

Uno de los grandes choques culturales entre Islam y el mundo occidental es, a mi criterio, la imposibilidad de discutir ciertos costumbres o aspectos de la vida. Para el musulmán, el Corán es palabra revelada por Allah al Profeta, es la ley última y debe ser cumplida a raja tabla. Mientras que para nosotros, la ley tiene sus aplicaciones pero entendemos que no es perfecta, y puede ser adaptada a lo largo del tiempo o si una situación lo requiriese. Si pensamos en cosas que los argentinos consideramos que no son para reírse o hacer bromas, pongamos de ejemplo Malvinas o Los Desaparecidos, una sátira de dichos temas puede causar indignación o abrir un debate, pero nunca llegaría al extremo (quiero creer) de iniciar una seguidilla de actos violentos. No porque nos “importe” menos el agravio en sí, sino porque consideramos que las consecuencias deberían ser del ámbito legal. El Haram, lo prohibido, o los blasfemos son castigados de forma mucho más violenta, principalmente por la época en la que fue escrita el Corán (610-32 d.C). Para el judaísmo y el cristianismo el sistema era similar, pero dado que no se encuentran limitados al texto, las reinterpretaciones han permitido que se adapten más al funcionamiento moderno de la sociedad.

A los pocos días del atentado, otra situación que involucra a la comunidad islámica se dio en las calles de París, pero esta vez dos mujeres musulmanas fueron las víctimas. En plena cuarentena, dos mujeres que utilizaban velo fueron atacadas con cuchillos por otras dos. El conflicto habría comenzado por una disputa sobre mascotas: las mujeres que realizaron el ataque los llevaban sin correa y las víctimas se sintieron amenazadas. Las cosas escalaron y, en un intento de cortarles el velo, ambas mujeres musulmanas fueron heridas, mientras eran llamadas “sucias árabes”.

Ahora, ya en una clara escalada de violencia religiosa, 3 personas fueron apuñaladas y muertas enfrente a una iglesia en la ciudad costera de Niza. Aunque la investigación se mantiene en progreso, el ataque ya fue catalogado como de extremismo islámico. 

La tensión en Francia, entre una sociedad mayoritariamente secular y unos 5 millones de musulmanes parece haber llegado a un punto de quiebre. Las diferencias no son sólo religiosas: sino también sociales. La gran mayoría de los musulmanes son inmigrantes o franceses de primer y segunda generación que viven en las zonas más pobres y discriminados tanto por la política como por los medios. Si bien es claro que de esos 5 millones una ínfima cantidad acepta estos hechos de extremismo, buena parte reconocen que se enfrentan a estereotipos en su vida diaria.

Francia, que históricamente ha sido un bastión del liberalismo político, en 2017 tuvo una de las mejores actuaciones de su derecha. Marine Le Pen, en un frente amplio del Frente Nacional Francés, sacó 10 millones de votos, apoyada por una fuerte política anti-migratoria. La candidata en en su momento, habló de una “Francia atacada por el radicalismo islámico”.

El país galo hoy atraviesa un debate: continuar con un esquema liberal donde todo no haya límite al discurso, o aceptar que este tipo de actitudes fomentan una islamofobia ya persistente entre sus ciudadanos. Los franceses, en general, apoyan el concepto de ejercer su libertad de expresión, pero consideran que hay una delgada línea entre libertad de expresión y abrir las puertas al discurso de odio.

Lo que vuelve más complejo el conflicto, es que no se limita sólo a Francia, sino que líderes internacionales, de países prominentemente musulmanes, se han sumado a la discusión. Erdogan, presidente de Turquía, salió a pedir un boicot a bienes franceses, así como un “tratamiento mental” para Macron. Irán desde su lado, decidió publicar caricaturas de Macron en una forma diabólica, lo que rápidamente se convirtió en un meme entre los franceses. El primer ministro Khan, de Pakistán, acusó a Macron de atacar al Islam.

Francia deberá hacer una revisión profunda del funcionamiento de su sociedad, así como de lo que se considera libertad de expresión. Hoy, parece que el país está fragmentado entre dos realidades: la Francia europea de la clase media y alta, y la inmigrante, predominantemente negra, marginalizada no sólo por su color de piel sino por su religión; territorio fértil para el crecimiento de células extremistas. 

1 COMENTARIO

  1. Muy buen artículo. No hay que olvidar que el ex primer ministro de Malasia, Mahathir Mohamad, justificó la matanza de franceses tras las declaraciones de Macrón, lo que hace parecer que el impresentable Trump en comparación sea un caballero.
    Una buena parte de la población musulmana utiliza la religión con una estructura mental fascista, en la cual el líder y el dogma no se pueden cuestionar y todo ataque o cuestionamiento del mismo justificaría una reacción violenta.
    Entre la inmigración, el racismo hacia subsaharianos y magrebíes es una realidad, tanto como no lo es hacia inmigrantes de otros orígenes. Eso se debe tanto al rechazo generalizado a lo extranjero de muchos franceses (los inmigrantes españoles, polacos e italianos lo sufrieron en su momento), pero mucho más a cuestiones culturales que materiales.
    Una es la mencionada por el autor, la formación de una identidad vinculada al supremacismo islámico, autoritario y misógino.
    Entre la población negra el tema está más dividido. Los caribeños están en general bien integrados y, aunque denuncian el racismo, se suelen identificar con Francia y con sus valores. Entre los subsaharianos, hay desde violentos antifranceses, ultracríticos pero de manera civililzada, e integrados y orgullosos de ser franceses. La presencia negra en disturbios con quema de coches y negocios da lugar, por otro lado, a una asociación general entre ser negro y tener una conducta violenta, un estereotipo negativo que no contribuye a la integración de un conjunto humano bastante heterogéneo.

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