Nadie descubre nada al señalar que el fenómeno inflacionario ha sido, y muy seguramente seguirá siendo, uno de los grandes asuntos sin resolver en nuestra economía. Los últimos años en particular fueron todo un dolor de cabeza para el gobierno nacional, independientemente del color político, a la hora de diseñar políticas que logren contener el volátil y muchas veces arbitrario devenir de esta variable.
El 2020 fue un año atípico, en muchos aspectos. No se esperaba semejante freno en la economía como producto de una pandemia que llegó sin avisar. Esta importante caída en la actividad durante el año, tuvo su impacto en los niveles inflacionarios. En el año signado por el covid-19, los precios dieron un pequeño respiro en relación a la dinámica que venían llevando en los últimos años del gobierno de Mauricio Macri.
Sin embargo, si bien el anual de 36,1% es notoriamente más bajo que el 47,6% del 2018 y 53,8% del 2019, las sensaciones son agrias. Es muy claro que los meses que contribuyeron a que este valor sea bajo fueron aquellos en donde más incidencia tuvo la pandemia. Abril y mayo con 1,5%, junio con 2,2% y julio con 1,9% con niveles inusitadamente bajos para nuestra historia reciente, fueron excepciones a una dinámica en general ascendente, culminando en un diciembre con un 4% de inflación.
Los rubros que superaron el nivel general del índice de precios con mayor holgura son: prendas de vestir y calzado (60%), recreación y cultura (48%), alimentos y bebidas no alcohólicas (42,1%). En el caso de vestimenta y alimentos, ítems esenciales para la vida, se evidencia que en aquellas áreas donde la economía funcionó con algún tipo de normalidad en su demanda, existieron niveles visiblemente más altos de inflación. Incluso, los bienes como concepto general tuvieron un incremento del 43% frente a un 22% en los servicios, claramente afectados por la pandemia.
¿Por qué suben los precios? Está claro que en los meses donde peor le fue a la economía fueron también donde hubo menores variaciones en los precios. También lo es el hecho de que en aquellos sectores donde hubo cierta normalidad, la dinámica inflacionaria no fue muy distinta de años previos. Lo que se mantiene con respecto a periodos anteriores es la incertidumbre cambiaria.
Si bien a principios del 2020 parecía haber cierta estabilidad respecto al sendero a seguir en torno a la evolución del dólar, durante varios meses existió mucha volatilidad en las expectativas, sobre todo fundadas por la vorágine de los distintos tipos de cambio. Esto, sumado a la propia dinámica del dólar oficial, le inyectó nafta a la inflación.
Es importante tener en cuenta que durante el 2020 la cotización para la venta minorista pasó de $ 63 el día 2 de enero a $89,25 para el 30 de diciembre. Es decir, hubo una devaluación del 41,6% del peso con respecto al dólar.
Se sobreentiende que el gobierno no quiere perder competitividad en el frente externo y esto lleva a que el tipo de cambio se mueva hacia arriba mes a mes. Sin embargo, llegado a un punto, el problema se vuelve circular, obligando a la necesidad de tomar una decisión. O se aprecia en términos reales el tipo de cambio, para frenar expectativas devaluatorias e inflacionarias, o se continua por esta senda para cuidar el saldo de comercio internacional y la generación de divisas.
Hoy por hoy, pareciera que reducir la inflación y hacer crecer el superávit comercial al mismo tiempo, no es compatible.