Licenciado en Estudios Orientales. Posgrado en Negocios y Comercio de Asia Pacífico e India. Política Internacional; extremismo religioso.

Este mes de julio ha sido uno para el olvido en término macroeconómicos y monetarios. Sumándose a la escalada inflacionaria que golpea al bolsillo de cada argentino, se agregó luego de la renuncia del ministro Guzmán una corrida cambiaria del dólar blue en más de 100 pesos. Ahora, con el proceso de histeria que seguía empujando la divisa norteamericana en pausa, parece un buen momento para analizar qué pasa efectivamente con nuestra economía y, de ser posible, si se avista en el horizonte alguna solución.

No es ninguna novedad ni gran revelación que la situación actual del país no es buena. No importa al dirigente que escuchemos y su inclinación ideológica, todos y todas parecen coincidir en que el contexto es crítico y es casi indispensable un paquete de medidas para revertir la crisis económica. El problema, y quizás eje de conflicto fundacional de las ideologías en la ciencia política, es las soluciones que se proponen. Nadie cuestiona a esta altura el diagnóstico: el país está en una situación que coloquialmente calificaríamos como “incendiado” o en proceso de estarlo. Crisis tras crisis ha debilitado significativamente tanto el entramado social como productivo, haciendo que sin importar cuánto ganemos al mes o si nos movemos en avión privado o a pie, todos los argentinos pensemos “algo tiene que cambiar”.

Si nadie está conforme con la situación actual, es momento de observar qué soluciones se presentan en el compás político de las principales fuerzas del país. En los extremos, tanto los liberales del lado conservador como la izquierda en el progresismo sufren del mismo problema: el puritanismo ideológico está por encima de la viabilidad de la solución.

Los liberales, hoy con Milei a la cabeza, hablan de la dolarización de forma liviana, casi como si fuese la Piedra Filosofal que salvaría al país de todos sus males. Aunque la teoría es muy linda, en la práctica cambiar de moneda de uso corriente, quitando los planteos de soberanía monetaria, deriva en una fuerte devaluación que paraliza el consumo y pone a la sociedad muy cerca de un punto de quiebre sin llegar a resolver el problema del gasto.

Del otro lado, la izquierda con su ya popular salario indexado a la inflación que en algún momento propuso Del Caño abandona cualquier doctrina económica y entra en un reino de pensamiento mágico: emitir más papel moneda no sería un agravante a la inflación.

Mientras la izquierda y los liberales cumplen un rol casi cómico en este superficial multipartidismo, el verdadero bipartidismo del Frente de Todos y Juntos por el Cambio no parece traer nada mejor a la mesa.

Juntos por el Cambio, en un rol de oposición que remarca lo negativo, pero no ahonda en presentar soluciones, no deja nada en concreto sobre posibles paquetes de medidas a presentar en el Parlamento o indicios de posibles acuerdos amplios.

El Frente de Todos, más concentrado en la interna política, encuentra a un presidente que hoy tiene una imagen muy erosionada de las idas de ministros, la parafernalia de la lapicera y otras tantas “apostillas” que no dejan señales de un plan para futuro. Es tan así, que buena parte del gabinete no tiene agenda política hace semanas, salvo algunas reuniones aisladas, quizás con la expectativa de algún milagro económico propio de la épica peronista.

Alberto Fernández, en este raid de declaraciones desafortunadas, apuntó el día de ayer contra el campo, pidiendo que liquiden los granos, siendo solidarios con el pueblo y dejando de lado las especulaciones. La postura del presidente, que roza lo infantil y denota que tiene las manos atadas, es pedirle a un privado que perjudique las ganancias de su negocio en pos de un concepto abstracto como es “el pueblo”.

Lo que escapa el razonamiento de Fernández es que el campo no está esperando en una forma de protesta o golpe blando a su gestión, es simplemente el funcionamiento de cualquier empresa privada por lógica pura: poner como principal objetivo aumentar las utilidades de sus socios. Lo hacen los bancos, lo hacen las aerolíneas y lo hacen los cerealeros.

Para lograr que las liquidaciones sucedan, es menester del Estado ofrecer garantías de un escenario de estabilidad económica o incentivos de algún tipo, sean fiscales, de trámites o de otra índole, volviendo atractivo no retener exportaciones en búsqueda de una ganancia extraordinaria.

Esta especulación o “falta de solidaridad” de la que habla el presidente no es exclusiva a los grandes holdings de granos ni de aceite, lo vemos en comerciantes medianos y pequeños que no compran stock de mercadería y el ahorrista que usa su aguinaldo para comprar dólares. En una sociedad como la nuestra, que cuenta con una influencia de hiperindividualismo capitalista, como buena parte de Occidente, pedirle al otro que haga un sacrificio por el bien común es no entender la naturaleza del hombre.

Argentina no es Corea del Sur, que durante la crisis financiera asiática, pidió a sus ciudadanos la venta de sus joyas para comprar reservas exteriores. Esa situación excepcional, que recolectó 225 toneladas de oro equivalente al 10% de la deuda tomada, era la respuesta de una sociedad con confianza en sus dirigentes y con un entendimiento del grupo por sobre el individuo. Vender el “tesoro” de uno, era la forma más lógica de levantar al país, porque el ciudadano coreano entendía que el gobierno iba a generar un resultado con ese ingreso extraordinario. Aquí, lo más factible sería que uno piense que la plata desaparecería en el camino o que será gastada de forma irresponsable.

La confianza del pueblo hacia el Estado en este contrato social del que hablaba Rousseau es algo que se gana, no se exige. Pedirle al campo que no actúe con su propio beneficio en mente, cuando siempre se han considerado perjudicados bajo las decisiones políticas del hoy Frente de Todos, es simplemente no hacerse cargo de los errores de gestión propios y endilgarle la culpa a otro. Si el campo no le “regaló” nada a Macri, que los benefició con baja de retenciones, ¿Por qué lo harían durante la gestión de Alberto?.

En esta búsqueda de soluciones, donde se debe balancear la reducción del gasto público sin descuidar el consumo interno, una solución mágica de un actor inesperado no parece posible. Si bien Fernández ha tenido un contexto excepcional a lo largo de su mandato, no ha dado señales de tener una dirección política respaldada por paquetes de medidas. Quizás sea por una falta de capacidad de resolver, o quizás por la dificultad de generar consensos dentro del propio frente. No obstante, sin políticas públicas que generen certidumbre en la ciudadanía y los mercados por igual, la situación no tiene pinta de mejorar. El campo piensa en el campo, el gobierno piensa en el gobierno y al final, nadie piensa en la gente.

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