“Hay cuatro tipo de países: los desarrollados, en vías de desarrollo, Japón y Argentina”
Simon Kuznets es conocido, además de ser un premio Nobel de Economía, por esta curiosa frase. No la dijo hace unas semanas, ni meses, ni años, sino hace décadas. Si bien Kuznets, a modo jocoso, trataba de explicar que Argentina es el único país que se “subdesarrolló” post Segunda Guerra Mundial, es algo que tranquilamente podríamos aplicar al tema de la inflación.
Están los países con una inflación promedio, los que tienen una inflación elevada, Japón, que es famoso por haber transitado períodos deflacionarios y nosotros, que junto con Venezuela, solemos liderar los rankings mundiales superando a países en guerra o con golpes de estados; siempre con la ocasional visita de la lira turca que no es ajena a los vapuleos económicos.
Actualmente, la inflación en Argentina está en sus peores momentos desde la hiper de fines de los 80s y, probablemente con otros intereses añadidos, vemos volar los artículos de lo “buena” que sería una dolarización u otro proceso de convertibilidad. Así también, nos encontramos con economistas que se tiran la biblioteca unos a otros, tratando de dilucidar si la inflación es una consecuencia de la emisión, de sustrato cultural o una variable multicausal. Desde El Copérnico no vamos a resolver un problema que, con parches temporales, azota al país y la gente que vive en él por la mayor parte del siglo XX y XXI, sino simplemente analizar como hoy cuenta con unos nuevos alicientes.
La pandemia, además de modificar la forma de trabajo y producción a escala global, generó la aparición o ampliación de algo que nosotros conocemos en profundidad: los paquetes de estímulo o beneficios de seguridad social. Los muchas veces mal llamados “planes” son herramientas con las que cuentan los estados para solventar una baja en la capacidad de compra de las y los ciudadanos o generar shocks de demanda en el corto plazo. La crisis sanitaria que se dio en 2020 y 2021 llevó en alguna medida a muchos países a optar por estas metodologías para evitar que el consumo se congele, brindándole a su gente dinero para cubrir sus necesidades básicas o simplemente motorizar el mercado. Lo hicieron en Europa, en América Latina se reforzaron los existentes y también Estados Unidos se sumó al tren del stimulus check que tanta controversia trajo al aparecer con la firma del entonces presidente Donald Trump, cuando debería ser la del secretario del Tesoro.
Pasó el mandato de Trump y vino el de Biden, pero este cheque que ayudaba a los norteamericanos a afrontar alquileres, compra de víveres y otros gastos no desapareció. Ahora, algo de 2 años después de iniciada la pandemia, Estados Unidos atraviesa uno de los procesos inflacionarios más graves de su historia, pero para entenderlo debemos recapitular un poco.
Si bien el cheque de estímulo puede ser la gota que rebalsó el vaso, no es la única. Estados Unidos, desde que emergió como un poder hegemónico mundial, ha sido un emisor nato de moneda. Posterior a Bretton Woods, los acuerdos que buscaban poner fin al proteccionismo que marcó la etapa de la Primer y Segunda Guerra Mundial, estableció el dólar como moneda de referencia y comenzó un festival de emisión, fundado principalmente, en financiar el voluminoso gasto de defensa para combatir a los soviéticos en la Guerra Fría. Pasaron los años y entrados en los 70’s aquel acuerdo monetario y financiero que se firmó en el Hotel Mount Washington dejó de aplicar, motivado principalmente por la gran cantidad de dólares que los Estados Unidos enviaban al sudeste asiático para financiar la guerra de Vietnam.
Ahora, con menos reservas de oro en Fort Knox y otras monedas emergentes, el dólar empezó a “valer menos” que la devaluación natural que atraviesa una moneda al crecer la economía de dicho país, no obstante no era algo alarmante.
El tiempo siguió corriendo y el problema dejó de ser coyuntural y pasó a ser estructural: Estados Unidos corría una economía deficitaria, que financiaba con emisión de deuda y, para pagar la deuda, emisión de papel moneda. La situación se complica más cuando aparecen ya potencias establecidas en el este como China, Japón y Corea del Sur, más la aparición del Euro que engloba a la tercer economía más grande del mundo en términos nominales.
Hoy, con la gestión de Joe Bien, se sigue emitiendo, pero la bola de nieve comenzó a alcanzar al americano común y corriente. Con una tasa interanual del 8,6%, la más alta en 40 años, todos los problemas que Estados Unidos venía “barriendo abajo de la alfombra” terminaron por aparecer. La gestión Biden achaca el problema a la situación de Ucrania y la suba de los granos, pero la verdad es que la bomba de tiempo siempre estuvo.
Ahora bien ¿qué tiene que ver esto con Argentina? Hay un par de factores que profundizan lo que nos pasa a nosotros como país y no son precisamente responsabilidad nuestra.
Primero debemos aclarar que aunque la invasión rusa en Ucrania no hubiese sucedido, Argentina seguiría teniendo una inflación altísima dado que, como le pasa a Estados Unidos pero a una escala mucho peor, tenemos un estado deficitario que puede cubrir sus gastos de dos formas: emitiendo deuda o imprimiendo billetes.
En segundo punto, y considerando que el dólar sigue siendo una moneda de referencia aunque no la única, las economías inestables se ven afectadas por los procesos globales en mayor medida. Casi todas las crisis de los últimos 70 años a nivel mundial se explican por una crisis regional que inició un efecto dominó en el resto del mundo. Si a ello le sumamos que la primer economía a nivel mundial es la que está sufriendo, las acciones bajan, los mercados se contraen y al final del día, o nuestra plata vale menos o es más difícil acceder a la misma, sea por menos empleo disponible o recortes en el consumo.
Determinado el problema y las causas, pasemos a las soluciones, o intento de las mismas. El gobierno de Alberto Fernández, al menos en lo que refiere a su línea comunicacional, viene hablando de recuperar el salario y combatir a la inflación, pero lo cierto es que no se ha dado ninguna medida que resulte efectiva. ¿Por qué? Porque las medidas más sencillas para combatir la inflación tienen como contraparte reducir el consumo. Si analizamos la baja en la inflación durante la gestión de Mauricio Macri, veremos que aunque muy alta a estándares de otros países, la inflación bajó, ligada directamente a una baja del poder de compra o consumo. Alberto, al igual que Biden, saben que reducir el consumo es una sentencia de muerte en la política, por lo que quedan descartadas este tipo de medidas.
Mientras Estados Unidos huye a aplicar políticas concretas, Argentina opta por aplicar controles de precios y restringir importaciones, lo que evita una balanza de pagos deficitaria, fortalece las reservas y evita en cierto punto que la devaluación natural sea un factor extra en el cálculo de la inflación.
Siguiendo la línea del presidente Fernández, aparece ahora la “Liga de gobernadores” que agrupa a los mandatarios provinciales allegados al PJ, que a través de un documento buscan reducir la conflictividad y promover un programa antiinflacionario. En la realidad, esta liga es más un gesto político que una medida tangible para generar cambio: la injerencia sobre la macroeconomía, y la moneda, pasa por el Estado Nacional. La inflación, es su génesis tiene dos variables que pueden lastimarla: la baja del consumo o el aumento de la oferta, en este caso la producción.
La inflación fue, es y seguirá siendo un problema en nuestro país lamentablemente. No obstante de la buena voluntad política que pudiesen tener gobernadores, ministros y hasta el presidente, el problema no pasa por los buenos deseos, sino por medidas concretas. Está el camino rápido de reducir el consumo, elección antipopular como pocas, o de aumentar la producción, algo que demanda tiempo y reformas impositivas, laborales además de inversión en infraestructura. Hoy, quizás buena parte de la “culpa” esté aplicada a la invasión rusa en Ucrania que vapuleó el mercado de granos y el rebote que esto genera en los Estados Unidos, pero el problema argentino es estructural, tanto así que un hombre que nació en 1901 en el Imperio Ruso, territorio que tuvo múltiples cambios de nombre hasta llegar a ser la actual Bielorrusia, ya se mofaba de ello.