Profesional de enseñanza primaria. Docente en contextos de encierro. Representante docente JCyD. Directora jubilada.

Hace ya un tiempo leía con satisfacción una noticia de Algar, en Cádiz, España en la que se describía la vida tranquila y pintoresca en este pueblito de tan solo mil cuatrocientos habitantes. Cuando el sol se pone allí y el atardecer da un respiro a lo que fue una cálida jornada, los vecinos de Algar comienzan a sacar sus sillas a la vereda y se inician las “charlas al fresco”. Esa costumbre simple de conversar con los vecinos en la vereda muchas veces se ha perdido, pero aquí se conserva y uno de sus pobladores propuso que esta acción sea reconocida como “patrimonio cultural inmaterial de la humanidad”.

Desconozco si tal inquietud fue contemplada, pero mientras la leía me era imposible evitar pensar en la importancia de la comunicación. Esta gente sería como una especie de grupo de whatsapp anticuado, donde dos o más personas se reúnen a conversar, se relacionan, intercambian ideas y definitivamente se involucran, pero mirándose a la cara. Algo así como una video llamada, pero más genuina.

La etimología de la palabra “diálogo” proviene del latín “dialogus” el cual deriva del griego “dialogos” y por significado y derivación se define como: “conversación entre dos o varios”.

Para conversar necesitamos del lenguaje (este debe ser un elemento común a los hablantes para que pueda producirse la comprensión y el intercambio natural) ese instrumento básicamente humano. Esta herramienta extraordinaria es el vehículo por medio del cual accedemos al uso de la razón. Aunque la irracionalidad forma parte constitutiva de la misma manera. Así como el universo es imperfecto también lo es el lenguaje.

Al lenguaje oral le falta precisión, esa misma que le sobra a la palabra escrita.

Vamos y volvemos, reformulamos y creamos, decimos y nos desdecimos, he aquí la posibilidad indiscutida de retractarnos de lo dicho. Sin embargo la fría letra impresa nos ata a lo refrendado.

Quizás por ello el dicho popular reza: ”a las palabras se las lleva el viento”, aludiendo a las promesas de concreción dudosa. Aunque ella es extraída del discurso de Cayo Tito al senador romano (Verba volant, scripta manet) donde expresó “las palabras vuelan, lo escrito queda”.

Pero conversar fue mágico desde los mismos inicios de la humanidad. Tal vez por ello los griegos la utilizaron con fines políticos, sin dejar de lado el prestigio que otorgaba ser un buen orador. Tanto es así que Sócrates fundó la primera escuela de oratoria ubicada en la ciudad de Atenas, perfeccionada luego por Cicerón en la República Romana.

Hoy sabemos que conversar ayuda al desarrollo del pensamiento, nos proyecta como seres biopsicosociales que plantean sus juicios, nos permite aprender de los otros y del mundo que nos rodea.

Intrínsecamente somos ideas, esas que liberamos de nuestra mente y si son “al fresco”, mejor.

“La lengua no es la envoltura del pensamiento sino el pensamiento mismo” (Miguel de Unamuno, escritor y filósofo español que nació en Bilbao en el año 1864 y falleció en Salamanca en al año 1936).

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