“Por la calle voy dejando/ algo que voy recogiendo:/ pedazos de vida mía/ venidos desde muy lejos/ (Miguel Hernández, España 1910-1942). Cancionero y romancero de ausencias.
Un 28 de marzo de 1942 fallecía, con tan solo treinta y un años Miguel Hernández. La muerte lo encontró en la cárcel de Alicante, juzgado y condenado a muerte por el régimen franquista allá por el año 1940.
Su obra dejaba verse atravesada por los sucesos sociales y políticos de la España dominada por el General Francisco Franco. La censura no daba tregua, pero como en todos los controles férreos a veces suele escaparse una pompa de jabón por la rendija mas incierta.
Las revistas que publicaban poesía eran eso mismo, envases con pequeñas burbujas que sin quererlo estallaban fuera de la hermética caja franquista. Eran solo un puñado, es verdad, algunas insignificantes es cierto, pero existían y eso era lo que tenía valor.
Miguel Hernández atesoró sólo diez años de labor poética.
En tiempos felices, de niño, era pastor de cabras. Su educación formal fue breve, pero en su alma se gestaba un autodidacta. Sus ojos siguieron y tomaron como propios versos de los poetas del Siglo de Oro español (Garcilaso de la Vega, Calderón de la Barca y su favorito, Luis de Góngora).
Su poesía lo transformó en un autor simple, sencillo, apasionado, expansivo y comunicativo. Ello modificó su lírica y la convirtió en una verdadera portadora de experiencias reales: amor, amistad, muerte, dolor y valentía.
“El rayo que no cesa”, publicado en 1936 se distingue como una obra plagada de metáforas que nos acercan al trabajo rural de su tierra, el espíritu campesino marca su pulso con sensualidad y pasión.
Ese rayo es una daga que se hunde en “mi corazón vestido de difunto”, la muerte circunda la vida y el amor. Lucha por él, pero a pesar de todo se resigna a no tenerlo. Apenas es amor terrenal y él busca uno, aunque efímero, que lo trascienda.
Así en una apretada producción literaria Hernández se balancea entre el apego a su tierra y la poesía social. Ella será el instrumento para denunciar desigualdades y comunicar las injusticias.
“… Me duele este niño hambriento/ como una grandiosa espina, / y su vivir ceniciento/ revuelve mi alma de encina. / Lo veo arar los rastrojos, / y devorar un mendrugo, / y declarar con los ojos/ que por qué es carne de yugo…” (Fragmento de “El niño yuntero”).
Quizás por haber sido testigo del amor que sintieron y el sufrimiento que padecieron en su propia patria nos apropiamos del culto que rinde homenaje al trabajo y la tristeza de ver como sus conciudadanos se enfrentaron. Necesidades que los empujaron a otro continente, sin olvidar jamás aquellas tierras que los vieron nacer. A veces el ruido de las panzas se silenciaba con ajos, otros con cebollas. Todavía recuerdo cuando mi bisabuelo contaba con un dejo de gallardía y entusiasmo que su mayor tesoro eran siete ajos y siete panes para calmar el hambre de una semana entera, mientras cuidaba cabras (las cuales no le pertenecían). Siete eran también los años que colgaban de su calendario.
Así, en esos tiempos los niños y niñas se convertían en hombres y mujeres.
“… La cebolla es escarcha/ cerrada y pobre:/ escarcha de tus días/ y de mis noches. / Hambre y cebolla: hielo negro y escarcha/ grande y redonda. / En la cuna del hambre/ mi niño estaba. / Con sangre de cebolla/ se amamantaba./ Pero tu sangre/ escarchaba azúcar,/ cebolla y hambre:” (El ejercicio de la cebolla de “Las nanas de la cebolla” Miguel Hernández) .