Periodista de Tierra del Fuego.

El Gobierno Nacional se encuentra en una carrera contra el tiempo. Con una inflación que rondaría aún las dos cifras pronosticada para el mes de marzo y pocos resultados políticos para llevar adelante las medidas estructurales que el economista Javier Milei propone para su gestión, algunas alarmas comienzas a sonar en los despachos de la Casa Rosada. Ahora, luego de una morenización del ministro de Economía Luis Caputo, quién intentó negociar con productores y supermercadistas una baja de precios en oposición a las tan famosas promociones de 2×1 y 3×2, aparece la bala de plata: liberar las importaciones. ¿Cuál puede ser el costo de este beneficio al corto plazo?.

La liberación de las importaciones, por ahora en el sector alimentos, no es ninguna novedad. Si bien se ha utilizado a lo largo de la historia como elemento disuasorio contra los grupos concentrados de supermercados y productores de comidas y bebidas, propone una lógica muy atractiva para el consumidor: “¿para qué pagar más caro algo que se hace acá cuando se puede traer de afuera?”. 

Esta economía ricardiana, donde cada uno produce los bienes y servicios sobre los que cuenta con una ventaja comparativa con el resto, fue lejos y hace tiempo la base del comercio internacional. El problema, como toda teoría ortodoxa, es que no cuenta con casos aplicables reales. Los estados, en pos de su propia autonomía y seguridad, tienden a producir una variedad de bienes no eficientes. Pensemos en alimentos en Europa, una lección dolorosa que dejó la Segunda Guerra Mundial. Ahora Argentina, el famoso “granero del mundo” de principios del Siglo XX, piensa en traer fideos de Italia o carne de Brasil.

El gobierno nacional entiende que los productores han especulado con una corrida, alterando sus precios de forma acorde, y hoy quedando desfasados de la realidad. Que los grandes grupos económicos concentrados de la Argentina especulan no es algo nuevo: “Coqui” Capitanich y “Toto” Caputo tienen más cosas en común de las que uno esperaría. Amenazar con abrir las importaciones, en el mejor de los casos, traerá un beneficio de corto plazo, acompañado de una grave problema al mediano.

Como en Argentina el mercado es chico, y principalmente de consumo interno, los que producen el bien primario en general lo manufacturan, y hay pocas compañías por sector. Pensemos en Arcor, Molinos o Danone, que concentran buena parte de sus market share o cuotas de mercado. Si las importaciones se abriesen, por ejemplo para golosinas, o fideos o lácteos ¿quiénes cuentan con los medios, recursos y conocimiento del mercado? Bingo, los grandes grupos que hoy ya son prácticamente oligopólicos. Sus directivos harán una cuenta sencilla: es más barato traer de afuera, dejar de producir y mantener el precio del bien nacional obteniendo más utilidades. En el medio quedan los miles y miles de puestos de trabajo directos e indirectos.

Este experimento no sería nuevo tampoco. Allá por 2016 la gestión de Mauricio Macri, en el afán de contentar a una parte de su electorado, no abrió las importaciones, pero si bajó considerablemente las tasas vinculadas con la operación para bienes de la industria electrónica y textil. ¿El resultado?, como bien recordó el gobernador Gustavo Melella en la reunión de los gobernadores patagónicos y la CAME, “se abrió la importación y perdimos el 55% del empleo” referido a su estancia en la intendencia de Río Grande y el desempleo de las fábricas.

La realidad es que la composición del precio de un bien o servicio tiene múltiples patas: ya sea la impositiva, los costos laborales, los factores inherentes al bien o servicios o la logística entre otros. Si hacer una remera es caro en Argentina en oposición en Bangladesh es porque los salarios son bastante dispares en relación al costo de vida, las condiciones laborales muchísimo más y los requerimientos sanitarios y medioambientales también. Lo mismo si hablamos de electrónica: es imposible competir con la escala productiva china para elaborar un celular, que concentra en su región la producción de todas las partes y es fabricante de los procesadores o microchip, uno de los componentes que mayor parte del costo implica.

La lógica de solo producir sobre lo que se tiene ventajas comparativas ha tenido relativo éxito en algunos países, vale la pena aclarar. Australia es el ejemplo más claro: la industria automotriz y de electrodomésticos abandonó el país en la década de los 80, ante la dificultad de competir con una región de Asia Pacífico con menores costos y ya el incipiente desarrollo de tecnologías propias. Australia logró adaptarse a ser el “supermercado de Asia”. Si hoy vamos al Sudeste o a China, la carne, los lácteos y buena parte de los granos vienen del gigante de Oceanía. No obstante, eso hoy le trae problemas de otro tipo: la concentración de la producción de alimentos y distribuidores, hay dos cadenas de supermercado en todo el país. En un giro un tanto irónico, los aussies también se quejan de los costos de los alimentos y la inflación de los mismos, con posibles cambios en la legislación de monopolios en el país. El proceso de Australia, que parece ser con el que sueña la dirigencia liberal, llevó décadas de readaptación del recurso humano y trajo varios dolores de cabeza. Hacerlo de golpe, como forma de “apriete” al sector empresarial no parece parte de un plan, sino de llegar a un número final que sostenga el relato de “está bajando la inflación”.

Importar es parte del procedimiento de una economía saludable. La competencia tiene que existir en todos los sectores, siempre guardando algunos recaudos para proteger a los sectores estratégicos. Estados Unidos y la Unión Europea subvencionan a sus granjeros, primero porque son de los más aguerridos a la hora de protestar, y segundo porque entienden que depender plenamente del otro es un problema. La generación de los años 40 lo vivió con la guerra y el desabastecimiento de comida, más cerca en la historia la crisis del COVID-19 interrumpió la cadena logística. Pensemos que hace 4 años nada más, había países que se quedaron sin algo tan básico como papel higiénico por no tener la capacidad de producirlo.

Los Estados, por lo menos los que funcionan bien, entienden que la economía, como la vida, funciona en una escala de grises. No sirve de nada ser un importador neto o encerrarse en la vieja idea de la industria nacional sin que nada del resto del mundo pueda llegar al territorio. Los subsidios, la tasas de importación, las escalas impositivas y otras tantas herramientas son pesos y contrapesos para “equilibrar” la balanza. No tiene sentido que un paquete de fideos salga más caro en Ushuaia que en Madrid, cuando los sueldos son con suerte la mitad, ni tampoco incendiar el sistema productivo para que terminen ganando los de siempre. En un país con inflación altísima desde hace años, la reconstrucción de los precios relativos lleva tiempo. Traer remeras de Bangladesh que valen una décima parte que las locales va a generar un shock de demanda que, al haber limitada oferta, elevará los precios en pos de la utilidad. En seis meses, el importador va a cobrar un valor similar al fabricante de acá, obteniendo un rédito mucho mayor porque no tiene el mismo volumen de costos, y en el medio habrá otra fábrica cerrada. Las medidas llevan tiempo porque necesitan brindar previsibilidad y confianza: dos elementos fundamentales para que haya inversión y los que participan del “juego” sepan cuáles son los pros y contras del mismo. Correr el beneficio del corto plazo, puede generar que el remedio sea peor que la enfermedad.

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