Profesional de enseñanza primaria. Docente en contextos de encierro. Representante docente JCyD. Directora jubilada.

Muchos escritores y pensadores fueron críticos sustanciales y considerables a la hora de expresar apreciaciones sobre el tiempo que les tocó vivir. En este caso Erasmo de Rotterdam (1469-1536) desarrolló su literatura durante el fin del Renacimiento. Por aquella época el humanismo hacia pie concretamente sobre una sociedad de hombres con posiciones privilegiadas. Solo ellos eran capaces de desarrollar en plenitud el arte, la política, la vida social y literaria.

Si bien la Iglesia estaba en crisis, poseía un papel primordial dentro de la geopolítica europea. Monarcas y aristócratas se rendían a sus pies y ella sellaba (para bien o para mal) su destino, el de su reino y por carácter transitivo el de sus pobladores.

Erasmo lo sabía bien, conocía de adentro los acuerdos que se aceleraban o aceitaban en el marco de la institución eclesiástica. Había sido teólogo y religioso, pero su personalidad era un tanto discrepante con las formas ya establecidas. Así que desde la Iglesia se le “aconsejó” dedicar su vida a las letras y así lo hizo.

En “Elogio de la locura” satiriza los efectos dominantes y aleccionadores de la Iglesia (aunque él siempre fue un católico ferviente y confeso) creía que los prelados y la burguesía estaban atrapados en su propia ignorancia y esta ineptitud los llevaba a una felicidad estéril y superficial. Pensaba que la comodidad de vivir, convivir y reinar por medio de las apariencias solo conducía a las “fallas” sociales que nada tenían que ver con la vida de necesidades que llevaba, como podía, el pueblo. Decía: “Los sumos pontífices, los cardenales y los obispos imitan desde hace largo tiempo con éxito y casi sobrepasan la conducta de los príncipes…”

Erasmo buscaba en la crítica, mover al cambio. Aunque esto no siempre ocurre, mucho menos si no hay un análisis y reflexión de parte de los principales involucrados. Aunque nunca personalizó sus opiniones, ellas no fueron dirigidas a toda la humanidad, sino a un sector de poder de la sociedad y de la Iglesia en Roma (porque aunque él era griego, había regresado de un viaje profundamente decepcionado del accionar de parte del pueblo romano).

Erasmo publicó este libro en su adultez, en 1511 (aunque lo escribió dos años antes). A medida que transcurren los capítulos reclama “locura” para poder valorar el amor, el ingenio, pero también la sensatez y el sentido de la oportunidad. Si bien comprende y justifica que la vida puede ser una tragedia, cree que debe adaptarse al género de la comedia. Afirma que numerosos oficios y profesiones (entre ellas destaca a la observación y el método de las ciencias) no podrían desarrollarse en plenitud con una cordura a cuestas que solo se manejara por el terreno de lo posible y no de lo increíble. Opina que las reglas (“pecados” los denomina la Iglesia) son demasiadas y ello no permite el desarrollo del hombre libre. Fue sin embargo un protector de la verdad y el cristianismo, nunca osó atacar lo no cristiano, respetó las tradiciones y los conocimientos de cada religión.

Era un hombre que conocía y aceptaba la espiritualidad, pero concedía un lugar preponderante a la ciencia, sabía que sin ella era imposible avanzar.

Podríamos definir a Erasmo como un ferviente defensor de las posibilidades de la humanidad, el optimismo fue un signo de su pensamiento. Condenó con entusiasmo la ignorancia, las prácticas impiadosas y las discusiones plagadas de abstracciones. A pesar de sus críticas para Erasmo la moral cristiana debía ser la guía de todas las acciones y decisiones humanas, incluidas la de los políticos.

Solo resta decir: Erasmo, con locura, aún espera.

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