Profesional de enseñanza primaria. Docente en contextos de encierro. Representante docente JCyD. Directora jubilada.

Es verdad que los clásicos constituyen el mayor tesoro de la literatura, pero también es cierto que no son los únicos que dejan huellas en los lectores.

El ejercicio de la libertad de estos debe encontrarse basada en el interés auténtico y no tan solo en el prestigio histórico. La buena literatura revela por si sola, no importa la época de la cual proviene. Así uno puede tener la cabeza plagada de teorías literarias, pero leer a David Foster Wallace (Estados Unidos, 1962; Estados Unidos, 2008) corre el eje de lo que conocemos como convencional.

Creció en una casa llena de libros, su madre era Profesora de Letras y su padre de Filosofía. En un principio las Matemáticas y la Lógica fueron su mayor pasión. El tiempo de las letras y los relatos atípicos vendrían en un futuro cercano.

“La broma infinita” es su segunda obra (“La escoba del sistema” 1987, fue la primera), pero fue la que marcó el pulso de su literatura. No es fácil leerla si antes no se cuenta con un bagaje lector un tanto acompasado y sólido. Tampoco resulta cómodo hacer una síntesis de esta obra enrevesada. Transitarla es un acto de disciplina y esfuerzo, no por su complejidad, sí por su culto a la aflicción constante y casi crónica. Muestra la crudeza de los comportamientos de la sociedad norteamericana, que aunque repleta de un caudal importante de bienes reconoce que flota en el descontento y la desilusión. Parece que solo con lo material no alcanza.

En esas doscientas páginas se suceden infinidad de personajes que vagan entre la Academia de Tenis (Academia Enfield de Tenis) y un Centro de Recuperación de las adicciones (Clínica de Desintoxicación Ennet). Las situaciones a veces son trágicas y otras tragicómicas. Todos los personajes son importantes, sabemos todo y más de cada uno de ellos. El detalle hace que se resalten las diferencias y se recreen las similitudes. Esta obra (con más de cuatrocientas notas al pie de página) hace que el lector salte de una página a otra en un intento por aclarar historias que van y vienen. Encontrar un acompañante de la lectura de Wallace de carácter activo y en formación era la mayor ambición del autor. Así es estrictamente necesario andar por un laberinto de historias en sus páginas, las cuales buscan un camino probable.

“Extinción “(2004) es el último libro de Wallace, el cual cuenta con ocho relatos narrados en primera persona (como casi toda la obra de este autor) donde el inconformismo, la pesadumbre, la apatía se apoderan de los personajes y saltan del libro. Eso queda demostrado en el cuento “El canal del sufrimiento”. Allí una cadena de televisión emite durante todo el día escenas de tormento físico y psicológico. Entre los puestos de poder se dan discusiones ridículas y crueles de programación en el afán de mejorar el rating. Mostrar lo peor nos convertirá en el canal más visto, así la empresa crece.

Claro que “Encarnaciones de niños quemados” llega como un remolino de pena ante el sufrimiento de un niño el cual ha padecido un accidente doméstico y sus padres lo llevan al hospital. En él dice: “Si nunca han llorado ustedes y quieren llorar, tengan un hijo”. Un cuento casi anticonceptivo.

El 12 de septiembre de 2008, a los cuarenta y seis años Wallace terminó con su vida. Así se creó un mito alrededor de él y su literatura. Se convirtió en un escritor de culto. Deambuló siempre por la cornisa que lo llevaba a la depresión, las adicciones, las fobias y la ansiedad. Sus personajes también padecían estos males y pocas veces alcanzaron el tan ansiado “estado de bienestar”.

Una vez escuché decir que “el arte vive más del error que del acierto”, creo que aplica también para el caso de la literatura.

DEJA UNA RESPUESTA

Please enter your comment!
Please enter your name here