Según la Real Academia Española (RAE) la palabra ilusión es “el concepto, imagen o representación sin verdadera realidad, sugeridos por la imaginación o causados por el engaño de los sentidos” a continuación aparece “esperanza cuyo cumplimiento parece especialmente atractivo”. O sea, una realidad distorsionada. Podríamos recordar entonces, esas ilusiones ópticas que nos llevan hasta los espejismos de los oasis en medio del desierto, donde el ser humano está sometido a condiciones extremas. Aunque también existen ilusiones olfativas, auditivas, gustativas y táctiles con las que nuestro cuerpo se coloca alerta, se acelera nuestro pulso, se incrementa la producción de saliva, etc.
“El libro de las ilusiones” de Paul Auster cuenta como David Zimmer (un profesor de la Universidad de Vermont) pasa su vida bebiendo (“en una niebla alcohólica de dolor y lástima de mí mismo, rara vez moviéndome en casa, apenas molestándome en comer”) y pensando en el instante anterior en que su esposa y sus hijos subían a un avión que terminaría por explotar. Solo y deprimido su única compañera es la televisión, una noche ve un programa que después de mucho tiempo lo hace reír. Ese soplo instantáneo de felicidad es el regalo de un cómico del cine mudo llamado Héctor Mann, de origen argentino.
Zimmer se entusiasma con dar inicio a un libro sobre Mann, ese joven misterioso que desapareció como si nada de un día para el otro, será su fuente de inspiración.
Cuando Zimmer, después de un año, logra finalmente publicar el libro, la carta de una mujer (quien dice ser la esposa de Mann) lo invita a visitar México para encontrarse con el viejo cómico. Zimmer quiere pruebas de vida de Mann para que su travesía no sea en vano. Pero una noche una mujer lo obligará a acompañarla a punta de pistola.
Paul Auster revive a su personaje Davis Zimmer (quien ya tenía un papel secundario en “El palacio de la luna”) y crea una historia dentro de otra a cada instante. La tragedia de Zimmer, la vida y la obra de Mann y ese misterio que flota entre su existencia y los guiones de las películas mudas.
Esta obra laberíntica está plagada de pequeñas y sencillas historias paralelas. Ambos protagonistas, a pesar de sus vivencias, sostienen la ilusión de mejorar, del desbordante descubrir diario de una necesaria alegría vital, de la exigencia del auto-perdón y la salvación.
Hace unos meses en medio del curso de la cuarentena más estricta, leía como una mamá en Kenia simulaba que cocinaba “algo” para darle a sus hijos. Digo simulaba porque solo eran unas rocas hirviendo en una herrumbrosa olla. Afortunadamente una vecina hizo conocer su caso y la solidaridad de la gente común llegó rápidamente. Por supuesto que un poco mas tarde llegaron presurosos los políticos acompañados de las infaltables cámaras.
Pensaba en la ilusión irremediable que creó esa mamá, así como Zimmer pintaba escenas familiares perdidas o desperdiciadas. Ambos andaban a la caza de un milagro.
Nuestro idioma es el único en el cual la palabra ilusión tiene una connotación positiva. Para el resto de las lenguas es un término relacionado a aquello que se considera “insostenible”.
Ilusión proviene del latín y significa “engaño”. Aunque seguramente en todos los idiomas la ilusión será sinónimo de deseo, esperanza, de seguir en movimiento y luchar por nuestros sueños. Muchas veces nos ilusionamos solo con un cambio, ya ni siquiera pedimos que las cosas mejoren.
“Todos queremos creer en lo imposible, supongo, convencernos de que pueden ocurrir milagros”. (“El libro de las ilusiones” de Paul Auster).