144 días han pasado desde el inicio del Aislamiento Social, Preventivo y Obligatorio en la República Argentina. En esos más de cinco meses creo que todos hemos transitado el espectro completo de emociones que la cuarentena puede generar. Cuando el virus llegó a la provincia allá por mediados de marzo los casos estaban concentrados lógicamente en la ciudad con mayor tránsito aéreo: Ushuaia. La curva subió hasta los 150 contagiados por mayo y luego tuvimos un período de cierta estabilidad hasta julio, donde un rebrote multiplicó de forma considerable la presencia del virus en la provincia. ¿Cómo hemos llegado a esta situación? ¿Falló la cuarentena o nosotros le “fallamos” a ella?.
El anuncio del gobernador Melella sobre la extensión de la cuarentena en Río Grande hasta el 10 de agosto es la respuesta a un fuerte rebrote en la ciudad del norte de la provincia; una tendencia que se ha extendido a lo largo de todo el interior del país. Esto fue recalcado por el presidente Fernández en su conferencia de prensa, que terminó por revertir el avance a fases más flexibles que muchas provincias y municipios gozaban. ¿Qué explica este paso hacia atrás?.
Ciertamente la lógica del virus no ha cambiado: el COVID-19 se sigue manifestando de la misma forma que en sus inicios en Wuhan o su abrumador crecimiento en el continente europeo. El problema, sin lugar a dudas, hemos sido nosotros.
Como todo el país, Tierra del Fuego recibió sus primeros casos de personas que habían estado en zonas afectadas del mundo y trajeron el virus a la provincia. Con una cuarentena estricta y el respeto del protocolo, hubo un cierto control que permitió a la isla no tener casos positivos por 38 días, desde principios de julio. Durante el último tiempo, en una tendencia que se vio reflejada a lo largo y ancho del país, parecía que la concentración de casos quedaba en el AMBA y para el interior del país el COVID era más “un problema de los porteños”. Ese exceso de confianza en la ciudadanía derivó en empezar a considerar los protocolos como algo no tan necesario y nos llevó a todos a esta situación.
Seguramente para muchos vecinos de Río Grande, la culpa va a pasar por los que volvieron a la ciudad. “Si no traían gente de Buenos Aires esto no pasaba”, debe ser un comentario repetido en grupos de Whatsapp y conversaciones telefónicas. Lo cierto es, que el tránsito de personas es inevitable, ya sea el camionero que trae verduras, medicamentos, algo que compramos y nos mandaron por encomienda o una persona que quiere volver a su casa; esa circulación sucederá. El problema pasa cuando se ignoran los protocolos y el virus nos vuelve a dejar en evidencia la alta tasa de contagios que posee. Una persona que ignora los protocolos sanitarios puede infectar a docenas y el efecto dominó nos llevó a tener 700 casos en unos 30 días, más de cuatro veces los contagios que se tenían en más de 115 días. Todo ese esfuerzo que se hizo de no salir, se tira por la borda.
Si hacemos memoria, allá por el inicio de la cuarentena, los vecinos de Río Grande se manifestaron en contra de recibir vuelos humanitarios, que repatriaban fueguinos dispersos por el país, considerando que el factor de riesgo era demasiado alto. Pero como mencionamos antes, estos vuelos no son el problema, sino el ignorar las directivas establecidas por los ministerios de Salud Nacional y Provincial, sino, veamos el caso de Ushuaia que los recibe y no ha tenido rebrotes.
Según declaraciones del primer mandatario provincial “de la totalidad de los casos de Río Grande, aproximadamente el 80% se contagió en encuentros sociales sin respetar las precauciones, y el 20% restante por contacto estrecho con quienes estuvieron en un encuentro social sin precauciones”. Hubo menos controles, es cierto, derivados de una necesidad propia de la crisis económica; pero en cierto punto tiene que haber responsabilidad de cada uno de nosotros. Quizá una acción que nos parece inocua y que “no le hace mal a nadie”, aunque viole la lógica de la cuarentena, puede derivar en una cascada de contagios. Contagiarse es un juego de números: obviamente que el no tener contacto la reduce al mínimo, pero respetar la distancia, el uso de barbijos y la higiene permite que aquellos expuestos al contacto tengan menos probabilidades de sufrir un contagio.
Para una gran mayoría de la población el problema no pasará por contagiarse, dada que la letalidad del virus ronda el 3 a 5% dependiendo la región, sino de ser un agente de traslado al virus a una persona que es factor de riesgo. Los inmunodeprimidos, los transplantados, los ancianos o personas con problemas respiratorios son los que “terminan pagando el pato”, por las decisiones que nosotros podemos llegar a tomar.
Podemos pasarnos un buen tiempo discutiendo si las medidas de los gobiernos han sido las correctas o no, si las cuarentenas estuvieron bien aplicadas u otras medidas previas hubiesen sido más efectivas. A esta altura, con casi medio año bajo estos protocolos, a mi entender el debate pasa más por un revisionismo a fin de mejorar el rol del Estado en caso de una futura pandemia, que algo práctico y con impacto en la vida de los ciudadanos. Bien, mal, mejor o peor, ya estamos en esta situación y nuestra mejor opción para transitar este período es atenernos a los protocolos y esperar los avances médicos en tratamientos y posibles vacunas. No es resignación, es pragmatismo. Sin importar lo crítico que se pueda ser a las medidas, el contrato social implícito y la lógica de medidas encolumnadas le dan mayor posibilidad de efectividad a las medias estatales en oposición a que cada uno haga lo que le parece mejor.
Hasta el 17 de agosto volveremos a fase 1 en Río Grande y seguramente habrá un período de revaluación para extender la medida. Ahora, el gobierno deberá controlar y recalcar el cumplimiento del distanciamiento y nosotros, la ciudadanía, respetarlos; entendiendo que los perjudicados somos, nada más y nada menos, que nosotros. Si seguimos optando por manejarnos como si el virus no existiese, pasaremos las fiestas cenando por zoom.