Director del Observatorio de Políticas para la Economía Nacional (OPEN). Fueguino

En el mes de agosto, el mes de las PASO, la industria nuevamente volvió a mostrar signos alarmantes de agotamiento y retroceso. En el último informe sobre el índice de producción industrial manufacturero del INDEC, publicado hace unos días, se refleja la preocupante caída en la actividad con una merma interanual del 6,4% (es decir, con respecto a agosto de 2018).

Algunos de los rubros con mayor trascendencia en dicho informe por el impacto de su caída son, el de automotores, con un dramático 27% interanual, muebles con 15,9%, productos de metal, maquinaria y equipo con 13% y el textil con un 7,2%, este último a su vez, es un sector trabajo intensivo, es decir, su producción se encuentra sustentada por trabajadoras y trabajadores con escasa composición de capital físico.

Con las crecientes y violentas subas del dólar entre el primer y segundo trimestre del 2018, se empezó a gestar y consolidar un panorama negativo en torno a la industria en general. 

Es bien sabido que, nuestro aparato productivo cuenta con una fuerte dependencia de insumos importados para poder desarrollarse con normalidad. Este fenómeno no es propio de nuestras tierras, más allá de los condimentos adicionales que tiene en términos históricos nuestra industria. En todo el mundo, los procesos industriales están interrelacionados de una u otra manera, ya sea porque las tareas de I+D se realizan en países desarrollados, como así también se extraen las materias primas en aquellos países que cuenten con dichos recursos y se elaboran las manufacturas en aquellos países con costos más bajos o bien cuenten con algún tipo de facilidad logística para su transporte.

Nuestro país, en una porción importante de su entramado productivo, lleva adelante tareas relacionadas con la extracción de materias primas y de ensamblaje, lo cual no es poca cosa. Más allá de las valoraciones objetivas y subjetivas en torno a nuestra industria, contamos con la particular característica de que su producción en su mayoría se orienta al consumo interno nacional. Esto si bien es positivo, ya que se abastece y se satisfacen las necesidades internas con empleo en nuestro país, al no exportar, no se cuenta con la capacidad de generar los dólares que se necesita para su desarrollo. Entonces, es necesario un tipo de cambio que proteja la industria, haciéndola competitiva pero que no dispare en sobremanera los costos internos por insumos importados.

Resumiendo, el hecho de que la industria sea un sector gastador de dólares, con una creciente presión negativa sobre el comercio exterior, hace que la divisa norteamericana sea cada vez más escasa, lo cual complica las posibilidades de pago de, por ejemplo, la deuda externa. La cuenta, fríamente calculada, pareciera sugerir que la forma de equilibrar nuestra relación con el mundo es, potenciar aquellos rubros exportadores y disminuir la participación que aquellos que sean consumidores netos de dólares. Esto generaría una entrada de dólares que podrían ser utilizados para honrar nuestros compromisos.

Hasta este punto, todo parece marchar bien. El problema surge cuando esa merma en la actividad industrial -por encarecimiento de insumos, tasas de interés altísimas que impiden el acceso al financiamiento y caída del poder adquisitivo-, repercute en los niveles de empleo y estos a su vez en el consumo. Esta caída en el consumo impacta nuevamente en los niveles de actividad, consolidando la espiral negativa. En esta cuenta entra, naturalmente, la recaudación de todos los niveles del gobierno. Recordemos de que, sin recaudación, el gobierno (cualquiera sea el signo político) no contará con los fondos para llevar adelante su política ni tampoco para pagar su deuda con el FMI. Lo cual deja al país al borde de un dilema: ¿se apunta a lograr saldos superavitarios de comercio exterior o se prioriza la actividad interna para mejorar la recaudación y los niveles de empleo? ¿Se puede apuntar a ambos?.

El próximo gobierno, cualquiera sea el signo político, deberá enfrentar este fuerte dilema en donde muchos problemas latentes y estructurales de nuestro país se han profundizado y han dejado un empeoramiento en las condiciones de vida de gran parte de la población, lo cual obliga a repensar el rumbo a seguir. Esta especie de alquimia a llevar adelante entre el equilibrio externo, fiscal y productivo obliga a empezar a pensar una Argentina del largo plazo, en donde patear el tipo de cambio no sea la única política de estado para construir una industria viable, sustentable y con capacidad de generación genuina de puestos de trabajo para alivianar la situación de millones de argentinos. 


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